DEMOCRACIA Y POSTCONFLICTO EN COLOMBIA
Por Luzardo
Peñate Montes Ph.D
Son dos conceptos
dignos de análisis en estos momentos de transición en nuestro país. En cuanto
al primero, basados en la tradición electoral, la Organización de Estados Americanos
y Naciones Unidades, entre otras, consideran que Colombia es una de las democracias más antigua de
América Latina.
Sin embargo, si este
hecho se observa desde otras
perspectivas se
encuentra que el profesor inglés
James Robinson en reciente estudio sobre la ineficacia del Estado
colombiano (‘Cómo promover la equidad en
Colombia’, XXVI Congreso de ASOCAJAS, octubre del 2014) afirmó que “el problema número 1, que impide la
aplicación efectiva de políticas que contribuyan a mejorar la equidad, es la
baja calidad de la democracia”.
En mi sentir, esta es
una forma eufemística para decir que tenemos una democracia restringida, en la
cual los únicos beneficiarios han sido los
miembros de la clase política, quienes terminaron representándose a sí
mismos y defendiendo los intereses económicos familiares. Hoy existe, dispersa
por todo el país, la más enmarañada relación de familias-políticas (dedicadas a
vivir del negocio de la política) cuyo peso se siente en las regiones, a través
de las curules en el Congreso, gobernaciones, alcaldías, cargos ministeriales,
en las embajadas, en las altas Cortes, en las direcciones de agencias de
gobierno que manejen presupuesto, en todo aquello que tenga que ver con
contratación oficial. Eso es lo que se intuye, denomina el profesor Robinson, baja calidad de la
democracia.
Pero hay otra variable
que poco se le ha prestado atención porque
la democracia se ha relacionado con el proceso electoral, cuyo fin ha sido sacar adelante la propuesta familiar que encarna la elección de
un candidato, de ahí que se haya generalizado la más desvergonzada compra de
votos con una, muy disimulada connivencia de las autoridades
Con lo anterior se
demuestra que no solo se tiene una democracia de baja calidad, sino una democracia
basada en el poder de minorías.
Contrario a lo que debería ser que una democracia represente a las mayorías pero que respete los derechos de las
minorías. Durante el siglo XX, especialmente, del año 50 para acá, las
estadísticas indican que entre un 51
y un 53 % en promedio de la población
colombiana apta para votar no ha
participado en los procesos electorales
y esta cifra, única en América Latina, nunca se ha tenido en cuenta para
señalar la ilegitimidad de una elección o representación. Es decir para la
democracia colombiana, más de medio país habilitado para elegir y que no ejerce su derecho-deber
de votar, no ha significado nada. Y aún
más, ni siquiera la corrupción ha podido mover a este electorado y para el
Consejo electoral tampoco ha tenido otra connotación más allá que aumentó o disminuyó la abstención en sus
justas proporciones.
Los grupos guerrilleros
buscaron romper esta realidad con las
armas, los grupos de izquierda desde la comodidad de las curules en algunos
casos y no lo lograron hasta el momento,
según se estila con el proceso de pacificación que se viene negociando
en la Habana.
La pregunta del millón
es, los envejecidos jefes guerrilleros ¿van firmar un acuerdo de paz para que la
democracia colombiana siga siendo igual o peor, en materia de participación
política, seguridad, equidad en oportunidades laborales, educativas, de
atención en salud, de servicios públicos básicos?.
Al parecer se necesita
un nuevo pacto nacional para construir la real democracia participativa que no
hemos tenido y que obligaría a crear una nueva oposición que desde ya
encarnaría el Centro Democrático del senador Uribe pero con unas nuevas reglas
de participación democrática y un estatuto de la oposición.
Lo anterior exige
adelantar la reforma política más audaz
que país alguno haya realizado en
materia de garantizar la representación y participación de todas las regiones,
grupos sociales, académicos, sindicales, entre otros, sin que aumente la
burocracia del congreso y que este cuerpo colegiado no sea cooptado por las
familias politiqueras regionales. Es
decir, el nuevo Congreso debe ser un congreso de los colombianos para el
servicio de la sociedad y no un congreso de los políticos para el servicio de sus
familias e intereses económicos. Esta sería la nueva democracia del siglo
XXI.
Se necesita reformar los órganos de control, quitándole su
naturaleza política para que sean
organismos independientes al estilo del Banco de la República con reglas claras
de funciones y límites; por supuesto se
debe emprender de manera muy participativa la total y profunda reforma de la justicia con
el apoyo de la academia y la asesoría de organismos internacionales para
despolitizarla y para que cumpla su
tarea con rigor e independencia y la prontitud que la sociedad le demanda.
La reforma de la salud
y de la educación, igual que la de la justicia mencionada anteriormente, son
tareas pendientes del gobierno Santos I, que hoy debe asumir el Presidente con
eficiencia y liderazgo del equipo de gobierno.
La nueva democracia a
la que le debe apuntar el país, desde ya debe comenzar con lo que se llamaría
la Colombia del postconflicto que no puede ser sólo, un estado emocional, ni lemas publicitarios,
ni inclusiones de toda naturaleza o continuar con las exclusiones que han dado
origen a este largo proceso de violencia fratricida del siglo pasado.
La etapa del
postconflicto es el momento de la participación, la de la ejecución de los
programas y proyectos que atienden a logra una
calidad de vida digna de todos los colombianos, no es la de reducir
estadísticamente niveles de miseria y pobreza, es la de hacer presencia del
Estado en donde nunca estuvo ejercer el poder democrático y representar la autoridad legítimamente
constituida con la prestación de los servicios que le ordena la
Constitución.
El postconflicto no
puede ser una meta de este gobierno, debe obedecer a políticas de Estado que
este gobierno debe dejar tramitadas con un congreso renovado para esta nueva
realidad. Se necesita un gran líder con vocación, capacidad y voluntad para
darse la pela en bien del país o si no estaremos ad portas de un catastrófico
fracaso institucional de consecuencias impredecibles.
En este marco surge y
tiene sentido no la propuesta de la FARC de realizar una constituyente sino la necesidad institucional de convocar,
dentro de la normatividad actual vigente, una GRAN CONSTITUYENTE en cuya conformación
se garantice la más amplia participación de todos los estamentos y
organizaciones cívicas, religiosas, militares,( se demostró que tienen mucho
que decir y proponer) por encima de la sola representaciones de partidos
políticos y que permita no solo refrendar
los acuerdos de la Habana si no ofrecer las vías constitucionales y jurídicas
para materializarlos.
Hay
que pensar en una nueva Colombia de los colombianos para los colombianos que sería algo inédito en el país y una gran señal
de que al fin tenemos democracia participativa incluyente y un Estado social de
derechos, como dice la Constitución Política.