miércoles, 11 de febrero de 2015

DEMOCRACIA Y POSTCONFLICTO EN COLOMBIA
Por Luzardo Peñate Montes  Ph.D
            Son dos conceptos dignos de análisis en estos momentos de transición en nuestro país. En cuanto al primero, basados en la tradición electoral, la Organización de Estados Americanos y Naciones Unidades, entre otras, consideran que Colombia  es una de las democracias más antigua de América Latina.
            Sin embargo, si este hecho se observa  desde otras perspectivas se encuentra que el profesor inglés James Robinson en reciente estudio sobre la ineficacia del Estado colombiano  (‘Cómo promover la equidad en Colombia’, XXVI Congreso de ASOCAJAS, octubre del 2014) afirmó que “el problema número 1, que impide la aplicación efectiva de políticas que contribuyan a mejorar la equidad, es la baja calidad de la democracia”.  
            En mi sentir, esta es una forma eufemística para decir que tenemos una democracia restringida, en la cual los únicos beneficiarios han sido los  miembros de la clase política, quienes terminaron representándose a sí mismos y defendiendo los intereses económicos familiares. Hoy existe, dispersa por todo el país, la más enmarañada relación de familias-políticas (dedicadas a vivir del negocio de la política)   cuyo peso se siente en las regiones, a través de las curules en el Congreso, gobernaciones, alcaldías, cargos ministeriales, en las embajadas, en las altas Cortes, en las direcciones de agencias de gobierno que manejen presupuesto, en todo aquello que tenga que ver con contratación oficial. Eso es lo que se intuye,  denomina  el profesor Robinson, baja calidad de la democracia.    
            Pero hay otra variable que poco se le ha prestado atención porque  la democracia se ha relacionado con el proceso electoral,  cuyo fin ha sido sacar adelante la  propuesta familiar que encarna la elección de un candidato, de ahí que se haya generalizado la más desvergonzada compra de votos con una, muy disimulada connivencia de las autoridades          
            Con lo anterior se demuestra que no solo se tiene una democracia de baja calidad, sino una democracia basada en  el poder de minorías. Contrario a lo que debería ser que una democracia represente a las  mayorías pero que respete los derechos de las minorías. Durante el siglo XX, especialmente, del año 50 para acá, las estadísticas indican que entre un  51 y  un 53 % en promedio de la población colombiana apta para votar  no ha participado en los procesos electorales  y esta cifra, única en América Latina, nunca se ha tenido en cuenta para señalar la ilegitimidad de una elección o representación. Es decir para la democracia colombiana, más de medio país habilitado  para elegir y que no ejerce su derecho-deber de votar,  no ha significado nada. Y aún más, ni siquiera la corrupción ha podido mover a este electorado y para el Consejo electoral tampoco ha tenido otra connotación más allá  que aumentó o disminuyó la abstención en sus justas proporciones.
            Los grupos guerrilleros buscaron romper esta realidad con  las armas, los grupos de izquierda desde la comodidad de las curules en algunos casos y no lo lograron hasta el momento,  según se estila con el proceso de pacificación que se viene negociando en la Habana.
            La pregunta del millón es,  los envejecidos jefes guerrilleros  ¿van firmar un acuerdo de paz para que la democracia colombiana siga siendo igual o peor, en materia de participación política, seguridad, equidad en oportunidades laborales, educativas, de atención en salud, de servicios públicos básicos?.
            Al parecer se necesita un nuevo pacto nacional para construir la real democracia participativa que no hemos tenido y que obligaría a crear una nueva oposición que desde ya encarnaría el Centro Democrático del senador Uribe pero con unas nuevas reglas de participación democrática y un estatuto de la oposición.
            Lo anterior exige adelantar la reforma política más  audaz que país alguno haya realizado  en materia de garantizar la representación y participación de todas las regiones, grupos sociales, académicos, sindicales, entre otros, sin que aumente la burocracia del congreso y que este cuerpo colegiado no sea cooptado por las familias  politiqueras regionales. Es decir, el nuevo Congreso debe ser un congreso de los colombianos para el servicio de la sociedad y no un congreso de los políticos para el servicio de sus familias e intereses económicos. Esta sería la nueva democracia del siglo XXI.       
            Se necesita  reformar los órganos de control, quitándole su naturaleza  política para que sean organismos independientes al estilo del Banco de la República con reglas claras de funciones y límites;  por supuesto se debe emprender de manera muy participativa  la total y profunda reforma de la justicia con el apoyo de la academia y la asesoría de organismos internacionales para despolitizarla y para  que cumpla su tarea con rigor e independencia y la prontitud que la sociedad le demanda.
            La reforma de la salud y de la educación, igual que la de la justicia mencionada anteriormente, son tareas pendientes del gobierno Santos I, que hoy debe asumir el Presidente con eficiencia y liderazgo del equipo de gobierno.   
            La nueva democracia a la que le debe apuntar el país, desde ya debe comenzar con lo que se llamaría la Colombia del postconflicto que no puede ser sólo,  un estado emocional, ni lemas publicitarios, ni inclusiones de toda naturaleza o continuar con las exclusiones que han dado origen a este largo proceso de violencia fratricida del siglo pasado.
            La etapa del postconflicto es el momento de la participación, la de la ejecución de los programas y proyectos que atienden a logra una  calidad de vida digna de todos los colombianos, no es la de reducir estadísticamente niveles de miseria y pobreza, es la de hacer presencia del Estado en  donde nunca estuvo ejercer  el poder democrático  y representar la autoridad legítimamente constituida con la prestación de los servicios que le ordena la Constitución.   
            El postconflicto no puede ser una meta de este gobierno, debe obedecer a políticas de Estado que este gobierno debe dejar tramitadas con un congreso renovado para esta nueva realidad. Se necesita un gran líder con vocación, capacidad y voluntad para darse la pela en bien del país o si no estaremos ad portas de un catastrófico fracaso institucional de consecuencias impredecibles.    
            En este marco surge y tiene sentido no la propuesta de la FARC de realizar una constituyente  sino la necesidad institucional de convocar, dentro de la normatividad actual vigente, una GRAN CONSTITUYENTE en cuya conformación se garantice la más amplia participación de todos los estamentos y organizaciones cívicas, religiosas, militares,( se demostró que tienen mucho que decir y proponer) por encima de la sola representaciones de partidos políticos y que permita no solo refrendar  los acuerdos de la Habana si no ofrecer las vías constitucionales y jurídicas para materializarlos.
            Hay que pensar en una nueva Colombia de los colombianos para los colombianos  que  sería algo inédito en el país y una gran señal de que al fin tenemos democracia participativa incluyente y un Estado social de derechos, como dice la Constitución Política.                        

No hay comentarios:

Publicar un comentario